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25
Mar
11

Deambulando

Es deambulando por las atestadas calles del centro de la ciudad, cuando verdaderamente percibes tu soledad.  Te abres paso  entre la multitud;  miras de soslayo rostros sombríos; chocas involuntariamente contra bultos humanos y concluyes que mientras las almas no se conecten no importa la cercanía de los cuerpos. Para ti el contacto físico es una excusa  para olvidar las verdaderas necesidades del espíritu.

            Continúas andando por las calles repletas tratando de hallar algún rostro amigo, pero sólo encuentras miradas evasivas.  Te resulta paradójico y hasta  irónico, que la soledad reine con tal autoridad en un lugar tan concurrido como ése… Por un momento imaginas que si gritaras con todas tus fuerzas alguien podría escucharte, pero sabes en tu fuero interno que hace mucho tus gritos se disipan en la noche de un silencio  insondable sin encontrar eco. Ansías ver una cara amiga, alguien que te brinde consuelo en estas horas de angustia, pero mientras más escrutas a  la multitud, menos encuentras un rostro dulce que te conforte. Entonces piensas que los hombres somos tan ciegos a nuestras propias necesidades, que nos abstraemos del mundo imposibilitándonos  un contacto verdadero con los otros.  Y así nuestra alma vive la paradoja de saberse frágil, pues desea afectos que ella misma se niega. Una gruesa lágrima resbala por tu cara;  la ves caer, sorda,  en el pavimento;  así como ésta se pierde en el vasto  suelo de la plaza, tú  desapareces  entre la multitud circundante.

            Súbitamente, por obra del destino o del azar, observas a lo lejos unos ojos vivos que entrelazan su mirada con la tuya. Te atraen como la luz a una polilla e intentas acercarte más. Te  atrapa su calidez;  te abres paso con vehemencia entre los demás, pero a medida que te acercas, la masa humana se vuelve más densa, complicándote el avance. Toda tu vida has esperado este momento. Has andado por tantas y tantas calles sin encontrar una mirada amiga… Ahora la tienes frente a ti y no dejarás pasar la oportunidad. Empiezas a repasar mentalmente la forma de actuar que tenías practicada por si se suscitara la ocasión. Piensas  que al llegar a él lo abrazarás; será un abrazo lleno de nostalgia  y luego le dirás algo así como “Te extrañé, hermano” o “Al fin te encuentro”. Ya estás cerca; puedes ver con claridad ese par de ojos melancólicos, también ansiosos, sobre aquella banqueta. Finalmente logras despegarte de la multitud que te aprisiona. Corres hacia esa mirada brillante y sientes que tu alma vibra.  ¡Por fin la espera ha terminado! Al alcanzar la acera reconoces la sensación de un cristal que acaba de ser estrellado con una piedra. Miras a tu alrededor;  estás completamente solo; únicamente te acompaña  el murmullo lejano de la multitud; ves tus ojos anegados de lágrimas, reflejados en un aparador; aquél a quien buscabas, eras simplemente tú.

(20 de Septiembre de 2009)




Javier Ka

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