El problema comenzaba a salirse de control. No pude evitar sentir cierto grado de culpabilidad. La obsesión de que si hubiera recurrido al psiquiatra todo esto podría haberse arreglado me acongojo de tal manera que no podía mantenerme en pie. Gracias a mi indolencia Daniel se estaba matando de hambre en su cuarto. En medio de ese delirio me deje caer desmadejado cual muñeco de trapo en mi silla.
Un chispazo de cordura me sacó del trance. Aún estaba a tiempo para contener la catástrofe. Fui a la oficina de mi jefe para pedirle permiso de ausentarme. Intrigado me preguntó la razón. De nuevo la duda trabó mi lengua y tuve que recurrir a la historia del robo, ahora en su versión extendida con lo dicho por la madre de Daniel. Sin estar muy convencido me dejó irme bajo condición de reponer las horas perdidas durante el fin de semana. En cuanto terminó de hablar salí disparado del lugar.
Empleando maniobras dignas de un conductor de carreras logré llegar a casa de Daniel en menos de veinte minutos; su madre ya me esperaba en la entrada, hecha un mar de lágrimas. Ni siquiera nos saludamos. Rápidamente me condujo hasta la puerta de la habitación. Frente a ella se encontraba una charola con el desayuno del día. Pude ver que efectivamente Daniel no había probado bocado.
Intenté abrir la puerta pero tenía el seguro puesto. Toqué tres veces sin recibir respuesta. Espere un minuto y volví a tocar. Volví a ser ignorado.
-Daniel, ábreme. No puedes estar ahí adentro tanto tiempo sin comer.
No me contestó.
-Si no me abres voy a tirar la puerta. Tienes que salir. Necesitas ayuda.
El silencio se mantuvo.
Tomé un impulso y le di una patada a la puerta. Afortunadamente era bastante vieja por lo que cedió sin que me lastimara el pie. La puerta se me derrumbó hacia adentro; se liberó un hedor insoportable que saturó toda la casa. Pensé lo peor: Daniel había muerto desde hace días y su cuerpo ya se había descompuesto en su cuarto. La letal mezcla de angustia y la fetidez del ambiente me dejaron al borde del desmayo. Haciendo uso de la poca voluntad que me quedaba entré al cuarto, deseando que mis temores fueran infundados.
Encontré a Daniel indemne, tendido en aparente placidez sobre su cama. Parecía estar sumido en lo que parecía un sueño apacible. Casi doy un grito de alegría. Pero… si él estaba bien, ¿de dónde venía el hedor? Abrí el armario y encontré el origen: la bolsa de basura con los ruiseñores muertos; se encontraba semi-oculta entre un montón de ropa sucia y varios pares de tenis.
Entré en pánico. ¿Cómo iba a explicarle a la madre de Daniel que su hijo tenía un montón de pájaros muertos en su armario? Realmente no tenía obligación alguna de hacerlo, pero sentía cierto grado de responsabilidad hacía mi amigo y su situación. Después de todo, el incidente del que todo había derivado sucedió en mi casa. Además de que la estatuilla me había pertenecido. Visto desde ese ángulo, la culpa recaía en mí. Las desgracias que pueden terminarte ocurriendo cuando aceptas regalos de extraños.
Analizando el cuarto, me di cuenta de que una de sus ventanas daba a un estrecho pasillo que servía de conexión entre el patio y la cochera. Logré abrirla y saqué la macabra evidencia. Ya cuando me fuera de la recogería.
Con ese problema resuelto, llamé a la madre de Daniel; le pedí que llamara una ambulancia. La señora estaba tan preocupada que se limitó a cumplir con mi indicación sin preguntarme acerca del estado de su hijo. Al cabo de unos veinte minutos dos paramédicos tocaron el timbre. En un suspiro los dejamos entrar y los llevamos a empellones hasta el cuarto que aun se encontraba impregnado por el hedor putrefacto de los cadáveres; extrañamente, ninguno de los presentes se le ocurrió preguntar de dónde venía. Me daba la impresión de que ninguno lo percibía. O tal vez creían que era la consecuencia natural de que una persona hubiera estado encerrada tres días en un espacio tan pequeño
A pesar del ruido, mi amigo continuaba sumido en la quietud de su sueño. Ni siquiera la rudimentaria revisión médica a la que fue sujeto fue capaz de sacarlo de su letargo. Después de verificar que sus signos vitales se encontraban estables, los paramédicos lo treparon a una camilla para llevarlo al hospital más cercano. La madre de Daniel me pidió que la llevara en mi coche pero le sugerí que sería mejor que se fuera con él en la ambulancia. Argumenté que no sabíamos cuándo podría despertar y era preferible que ella estuviera a su lado por si lo hacía durante el trayecto. Ese pretexto barato me sirvió para librarme de ella y así poder ir por la mentada bolsa sin miedo a ser descubierto.
Al cabo de otros cinco minutos la casa se había quedado completamente vacía. No sé cuál fue el motivo que me impulso a ello, pero cuando me disponía a salir al pasillo pensé en que podría serme útil revisar el closet de nuevo. Olvidándome por un momento de la bolsa me dispuse a escarbar entre el montón de ropa sucia sin saber exactamente qué buscaba. Me quedé petrificado cuando al levantar una camiseta apareció la figurilla del mago; estaba completamente intacta. De nuevo sentí el peso de esa pétrea mirada.
(Continúa…)